sábado, 24 de julio de 2010

"Inés"


Imagen: http://www.casadesalud.com.mx/articulos/wp-content/uploads/2009/05/bipolar1.jpg

Ana O'Callaghan

La lámpara de su cuarto tiene una semana haciendo ruidos extraños, como si una abeja estuviese atrapada entre el bombillo y la pantalla. No hay nada. Es desesperante que suene así. No hay razón ni solución que no sea apagar la luz.

Ese día la maleta de su carro no quiso abrir más. Por ninguna razón aparente. Simplemente no quiso abrir. No sabe si fue que cerró mal o si alguien la intentó abrir en la noche, como tantas otras veces, y terminó de destruir la cerradura, atascándola para siempre. Quizás mañana vuelva a abrir como si nada hubiese pasado.

Quiso montarse en el techo de la entrada de su edificio. Como hacía antes cuando estaba deprimida. En ese pequeño espacio aislado del mundo en donde se supone que no se debe estar. Lo habían impermeabilizado y había tres grandes aires acondicionados en el lugar donde ella solía sentarse. Sin embargo, allí encontraba algo de paz, un sentimiento especial.

Luego se montó en el ascensor en el piso uno. El ascensor no quiso subir. Lo intentó varias veces. Salió y, en lugar de terminar de subir a pie los tres pisos hasta su apartamento, bajó las escaleras hasta el principio. El ascensor se devolvió solo. Volvió a empezar. Allí se montó. Marcó su piso y subió. Como si nada hubiese pasado.

Más temprano ese día había estado con amigos, viejos y nuevos. De distintos grupos. Mientras tomaba vino y criticaba, se dio cuenta que estaba diciendo cosas sumamente honestas. Se estaba permitiendo soñar y refrescarse y hacer planes. Aclaró cosas. Se dio cuenta de lo densa que era en su honestidad. De la tristeza y determinación que transmitía. De la preciosa y minúscula seguridad que realmente poseía por algunos instantes. Dijo cosas calmadas y contundentes. Dijo cosas pesadas y agresivas. Sintió resentimiento y amor. Sintió inocencia y nostalgia.

Entendió que tenía como sesenta años dentro de ese parapeto de veintiocho. Se dio cuenta de que estaba harta de ser tratada como una imbécil. Se dio cuenta de que ya no toleraba ciertas cosas y que no le importaba admitirlo. También se dio cuenta de que ya no era tan bonita y por ello la gente ya no le toleraba ciertas cosas a ella. Extrañó fumar y ser delgada y estar llena de esperanza y promesas y talento. Uno de sus amigos le dijo que creía en ella y eso la llenó de confianza y ternura. En un momento dado una amiga interrumpió lo que estaba diciendo para hacer un paréntesis y reafirmarle que el hombre de su vida llegaría. Sin darse cuenta y con la mayor tranquilidad, nuestra heroína afirmó, sin una sombra de duda que eso no iba a pasar. Luego se dio cuenta del peso de sus palabras y se acordó de una película muy dulce y sencilla que había viso la noche anterior.

Antes, había ido a ver una obra de teatro que tenía que haber sido buena y fue muy mala. Se desesperó por no encajar y no entender los criterios artísticos del lugar donde vive. Se lamentó de la invisibilidad de su protesta. Se halaba los cabellos en la oscuridad ante la mediocridad heróica y los aplausos de pie.

Llegó a su casa y esperó un montón de tiempo con la mano emplastada en la corneta de su carro para que el parquero cabrón del restaurant de en frente moviera la camioneta blindada que bloqueaba la entrada de su estacionamiento.

Al apagar el motor se ahogó en su propio llanto. Había tratado de no desesperar pero el recuerdo de tantos otros ahogos fue demasiado. Se preguntó cómo hacían otros para vivir. Si la vida era así de compleja y triste y absurda y frustrante para todo el mundo. No estaba segura.

Pensó que cualquier manifestación catártica sería inútil. No ha pasado nada.

Se sentó a escribir. El eco de pisadas despiertas a las dos de la mañana no ayudaron. Otra vez sentirse observada. Sentirse en deuda de algo impagable, sentirse ocupando el desdichado puesto de otra hija fantasma llamada Inés, más amigable, más tierna, menos bipolar, menos hipersensible, menos dura. Se sintió otra vez desvanecer en sus fracasos. Se sintió tan sola.

Sus ojos se nublaron sin darse cuenta mientras escribía, temiendo el momento vacío de teclas. ¿Qué va a pasar dentro de algunos segundos, cuando el recorrido de este día extraño – cada vez más usual - termine y sólo quede terminar de vivir el día? ¿Qué va a pasar ahora, en este instante? Se hacía estas preguntas para seguir escribiendo y retrasar el showdown con la nada, ella que habita en la tinta del monólogo interno, ella que no existe, Inés. La misma nada con la que solía caerse a golpes en el recreo.

¿Qué va a pasar mañana al despertar? Imagina que mañana despertará llena de esperanza quizás, llena de sueños y proyectos como siempre y con ganas de ir al teatro otra vez y seguir adelgazando para recobrar su figura y confianza, aunque sólo sea un engaño y creer. Orgullosa de seguir sin fumar y de estupideces así. Detalles insignificantes para defenderse de la nada. Se despertará extrañando tantas cosas y tantas personas y tantas decisiones. Como si nada hubiese pasado, como el ascensor.

La lámpara y sus ruidos extraños guardaron silencio, como diciendo que sí, que había eventos así de aleatorios y alineados y dementes que así como vienen se van. Todo volvió a la normalidad. Se pregunta si mañana podrá abrir la maleta de su carro o si – por otro lado - hay cosas que un día simplemente se atascan misteriosamente y ya.