domingo, 23 de mayo de 2010

Conmoverse


Ana O'Callaghan


Hoy vi una película, “Me llamo Elisabeth” del festival de cine francés.

A veces, conmoverse es como tener un anzuelo clavado en el pecho, no lo suficientemente fuerte como para alzarte pero sí lo bastante como para hacerte andar de puntillas.

No, no es exactamente eso.

Es como estar cayendo eternamente a través de una atmósfera con propiedades invisiblemente elásticas.

Tampoco.

Es como caer en cámara lenta.

Sí, es algo así.

Como caer en cámara lenta sujeta de un cable enganchado del pecho con una eternidad de aire alderedor y sombras e inmensa soledad.

No, ni siquiera hay sombras. No hay sombras.

Conmoverse es ser el espectador de la propia vida.
Puedo estirarlo un poco bizcamente, y con una palmadita simpática sobre mi propio hombro decir que es un poco “como verse.” Incluso decir que es moverse con...

Lo cierto es que me conmoví. Qué dicha sentirse tan solo y tan acompañado al mismo tiempo. Y digo dicha por decir una palabra, la que busco en realidad puede que no exista. Tan imposible de definir como lo es conmoverse. Quería ser una niña de 10 años que encuentra en un loco suicida y un perro condenado el sentido de su vida. Quería poder regalarle un ganchito de cabello a alguien. Que hermoso que el arte haga eso. Qué hermoso que la originalidad sí exista después de todo. Que aún pueda reorganizarse el rompecabezas visual, que nos sabemos de memoria, en formas capaces de dejarnos sin aire y realmente conmovernos. ¿Qué don mágico habrá que tener para hacer una película así? ¿O es uno el que hace la película cuando la ve? Quizás sea una facultad de los franceses.

Cuando terminó sentí una inmensa tristeza y comprensión y felicidad. Hay un idioma natural que hablamos los seres humanos que está camuflado en el arte. Cuando logramos derrepente, descifrar una o dos palabras, nuestro ser grita de júbilo al reconocer algo propio de su patria original. Una identidad y reflejo de lo que uno - por favor, lo suplico - realmente es.

No es evadir la realidad. Es admitir que la realidad abarca más espacio del que creemos. Si no, ¿cómo realmente explicar que nos conmovamos? Esos instantes en donde te asomas dentro del agua, del agujero del conejo, del espejo, del armario. Lo importante de Alicia en el País de las Maravillas es algo que todos han ignorado: al regresar de su viaje, Alicia le cuenta sus aventuras a su hermana mayor y la historia termina con ella, la hermana, imaginando la soñada anécdota de su hermanita. El cuento lo termina el espectador. Lo importante es que el espectador se hizo partícipe. Se conmovió y esto permite que el cuento continúe.

Quizás no seamos Alicia, ni una niña francesa de diez años, ni un perro condenado, ni un loco suicida. Pero el sólo hecho de escuchar la historia nos hace protagonistas. Volvemos, en ese momento, a entender ese raro idioma instintivo, la lengua madre que nos humaniza. No sé si esto es alegre o triste o los dos. Conmoverse es materializarse en la soledad con una sonrisa y una puntada en el pecho y una esperanza. Ver a los locos y quererlos, por estar desarmados ante la vida, como uno. Poder sacudirse el polvo del rol y la cotidianidad y la “realidad” y decir “Me llamo Elisabeth” o como me llame, Alicia, o Neo, o Lucy o John Proctor o algo. Teletransportarse momentáneamente a la patria que nos vió nacer: el amor. Separarse de una lágrima que ya no está en la mejilla al momento de regresar. Esa lágrima que queda suspendida en la otra dimensión, alimentando su atmósfera y llamando en un eco distante a su dueño, por su nombre, para siempre. 

Vayan a ver "Me llamo Elisabeth" del festival de cine francés.

2 comentarios:

Raqui dijo...

Indudablemente, iré a verla. Qué jolines, ya la referencia me 'conmueve' ;)...No tengo remedio.

Ocalannie dijo...

Jaja es así Raquelita, después me cuentas! Gracias por pasar por acá!